miércoles, 20 de mayo de 2009

¿Quien puede matar a un ruiseñor?

Muchas cosas han pasado en esta última semana. Muere, de una enfermedad pulmonar crónica, Mario Benedetti, mientras que Soraya culpa a TVE de su fracaso en Eurovisión, Almodóvar (horrible y pesado titular en todos los periódicos de tirada gratuita) esperar “abrazar” la palma de oro en Cannes y me parece a mí que se va a tener que conformar con abrazar a Rossy “de Palma” (chiste fácil, lo sé), el gobierno de Zapatero parece descarrilar con miles de soluciones que son pan para hoy y hambre para mañana, queriéndose desinflar como todas aquellas promesas que Obama acaba de olvidar al continuar, esperemos que para bien, con la política judicial que comenzara Bush.

Pero para mí hay una cosa que resta importancia a todo esto. Y es que ayer hizo una semana desde que muriera la genialidad de Antonio Vega, martirizado por el cáncer de pulmón que venía sufriendo desde hacía ya muchísimo tiempo. Se pierde una de las mejores voces del panorama musical español, de una tesitura inconfundible y creadora de melodías más allá de La Movida, fuera de todo genio en la sombra.

Maldito el cáncer del siglo pasado, del que vivimos y del que vendrá que se salda, como cualquier vulgar terrorista, con la vida de Antonio Vega, y la de otros tanto desde su anonimato, aquel que se atreve hasta con los ruiseñores. Harper Lee contaba en su Pulitzer como Atticus, un “amante de los negros” aleccionaba a sus hijos huérfanos con frases como “matar ruiseñores, que sólo nos cantan y no hacen daño, es un acto malvado” y esto es lo que su hija aprende al final del libro. A todo esto vengo pues anoche, después de haber digerido la novela durante más de tres meses, decidí ver la adaptación al cine de “Matar a un ruiseñor”. El director, Robert Mulligan (el mismo de la nostálgica “Verano del 42”, experto en guiones adaptados), maneja una lectura llena de matices sobre las relaciones humanas, casi a modo de estudio antropológico. Gregory Peck, que está magnífico como Atticus Finch, mereció el único Oscar de su carrera (cuando los Oscar no carecían de sentido) y la fotografía y la música cuidades parecen ensamblar una obra maestra de la comunicación audiovisual.

El libro, que parte de una base antirracista, enfatiza la tolerancia y la condena sobre los prejuicios raciales, al contrario ha podido ver campañas en su contra para prohibir su comentario en escuelas públicas. A menudo su concienzuda buena moral ha sido cuestionada por usar epítetos racistas, en los que los lectores del momento de raza blanca reaccionaban con benevolencia ante las cuantiosas moralejas que deja su lectura, mientras que los de raza negra se sentían ofendidos. Para los interesados, existe un artículo magnífico de Paul Harris en The Guardian (http://www.guardian.co.uk/world/2006/feb/05/books.usa) que enlaza la vida de Harper Lee con Truman Capote, su mejor amigo, y desemboca (el artículo es de 2006) en la interesante película “Capote” con Philip Seymour-Hoffman. Truman Capote volvió a retratar en “A sangre fría” la endiablada marca de agua que subyace en el subconsciente humano. Esta historia de asesinato y venganza fue la última que escribió con mejor suerte que otras y que lo delegó para siempre a la izquierda del padre.

Y es que ya lo decía Plauto, que el hombre es un lobo para el hombre, tanto para los demás como para sí mismo, ya que la autodestrucción parece estar condenada a vivir en nuestras cadenas de ácido, dormida hasta que se despierta.

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