martes, 6 de julio de 2010

ORGULLO Y PREJUICIO

Nunca me ha gustado la palabra “orgullo”, porque como expresión lleva implícito un irremediable sentido negativo, y como estado nunca me ha permitido (y nunca lo hará) formar parte del conglomerado social sino todo lo contrario, es decir, a subrayar con más fuerza los diferentes estratos que nos separan ideológicamente.

Este fin de semana pasado, entre purpurina, música disco-cachonda, carnaza y musculocas, se celebró el final del orgullo gay (y coletillas), que ahora ya se reconoce como simplemente “orgullo”. Y parece ser que otro año más, gracias a las pocas virtudes que demuestra (demostramos) la pandilla para lograr la normalización y homogeneización, volvemos a estar más lejos que nunca de la igualdad que demandamos. Me entristece ver como por culpa de una visión exagerada de la forma, y del trato nefasto del continente, damos pie a que cadenas como la (no tengo adjetivos, lo siento) Intereconomía pueda cebarse con el contenido, presentando un año más un anuncio que reza en su tramo final “364 días de orgullo de la gente normal y corriente”. Justamente la justicia ha metido mano y la multa no ha tardado en llamar a su puerta.

No deberíamos usar la libertad actual para olvidar lo que realmente importa. Bien es verdad que ahora todo es si cabe más fácil que hace treinta o cuarenta años, también más visible y aceptado, pero aún quedan cabos sueltos y estos cabos son tan finos que no podemos atarlos tan a la ligera. Festejemos, sin cesura, claro, pero con control, y ataquemos el prejuicio ya no por la vía del orgullo sino por la vía de los derechos.

Anoche descubrí, y voy a hablar de cine que es lo que toca, la interesantísima “Johan”, de Phillippe Vallois, de 1976, considerada la primera película de temática homosexual francesa; con escenas en su momento (e incluso ahora) escandalosas, que fueron censuradas y eliminadas de la versión íntegra. “Johan”, que muestra el comienzo de la visibilidad gay en el París de los 70, a modo de diario más o menos autobiográfico, alterna sabiamente la vertiente “normal” de la reivindicación (la madre de Phillippe se dirije a la cámara de modo muy familiar, cercano al espectador, para hablar con total libertad con su hijo sobre su opción sexual), y la vertiente transgresora (secuencias de fisting y masturbación; por otro lado, prácticas no exclusivas del sexo gay). Y aquí fue cuando realmente caí en la cuenta, y a modo de moraleja final que, en el camino hacia la igualdad, la transgresión ha quedado obsoleta, por ejemplo, gritar ante una cámara de televisión barbaridades (aún con razón) sobre la iglesia ya no es una revelación sino que es contraproducente. Quizá ha llegado el momento de una revolución más controlada, de modo que, nuestro propio sensacionalismo no impida romper por completo las cataratas de las que aún adolece la sociedad.

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